Llama la atención que lo primero con lo que se encuentra uno al hojear el Plan Nacional de Desarrollo 2013-2018 es el retrato del presidente Enrique Peña Nieto, ese que algunos críticos repudiaron por su costo monetario y por la mano izquierda en forma de puño. Esto puede manifestar que es se trata más del plan del presidente que del Gobierno de la República; la distinción no es insignificante, es un énfasis en el responsable de la institución más que en la institución. Si bien el priismo ha presumido en hacer honor al nombre de su partido en cuanto a la institucionalidad, lo cual es cierto, en los hechos también se ha caracterizado por el culto a la personalidad del presidente, que es un signo contrario a la modernidad política.
No obstante, se diferencia en poco respecto a los anteriores en cuanto a su forma y fono. Si le quitáramos las fechas a éste y a los tres previos, sólo podría reconocerse a qué administración pertenecen por las coyunturas históricas que señalan como su contexto. Todos quieren hacer de México un país mejor, con más seguridad y justica, que haya más y mejor educación, más crecimiento y desarrollo económico, etcétera.
Esto se debe en buena medida a que los planes nacionales de desarrollo se ajustan a lo que manda la Ley de Planeación que data de 1983, reformada en tres ocasiones, la cual puntualiza las características y la orientación que este documento debe cumplir. También los congresos de los estados han venido promulgando leyes análogas a ésta, de tal modo que las alternancias partidarias en los gobiernos locales replican el mismo fenómeno. Es decir, la administración pública ha venido modernizándose conforme a criterios de racionalidad y reglas formales instituidas, las cuales acotan la discrecionalidad de los funcionarios públicos y tienden a aplanar las diferencias partidarias.
Lo que se ha anunciado como característica distintiva de este plan respecto a los anteriores es que incluye un capítulo con los indicadores que permitirán darle seguimiento a las acciones del gobierno en el cumplimiento de sus objetivos. Sin embargo, hay una falacia en el planteamiento y en lo que nos presenta. Conforme a una reforma que se hizo el año pasado a la ley mencionada, se obligó a que se incluyera en el texto del plan cuáles son sus metas, y lo que ahora nos presenta como éstas en realidad son objetivos generales.
Por ejemplo: “Un México en paz” es la primera “meta nacional” de cinco que se pretenden, y especifica dos indicadores con los cuales se podrá evaluar la gestión respecto a esta en particular: Índice de Estado de Derecho y Tasa de Victimización (número de víctimas de la delincuencia por cada 100,000 habitantes), y nos dice los datos de la serie histórica de estos indicadores. Las metas, en realidad para serlo, tendrían que decirnos: al final de sexenio el Estado de derecho se habrá fortalecido hasta llegar a tal punto y el número de delitos habrá disminuido hasta equis cantidad.
¿Distinción semántica irrelevante entre objetivo y meta? Puede ser. O estrategia para cumplir con el mandato de la ley y un acierto político presentar un documento superior a los anteriores como signo de un mejor gobierno. Es cierto que los planes anteriores no incluían indicadores, pero es que las metas se habían venido puntualizando en los planes sectoriales que del nacional se derivan, como son los de educación, salud, medio ambiente, etcétera.
Me parece que si este plan reduce el universo de su seguimiento y evaluación a un total de sólo diez indicadores (dos por “meta nacional”), por congruencia, bien nos pudo haber presentado las cifras que en cada uno pretende alcanzar, aunque los planes sectoriales habrán de ser dar cuenta de ello, pero permanecerán en suspenso hasta entonces para la opinión pública. No es mucho pedir si consideramos que hubo más de cuatro meses de periodo de transición entre la actual administración y la previa, así como al hecho de que los titulares de las entidades y dependencias de la administración pública llevan casi seis meses en el ejercicio de sus funciones.

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