Meritocracia y rebelión de las élites

Las nuevas élites profesionales directivas que operan en mercados internacionales se definen por el rápido incremento de sus ingresos; sobre todo por el modo de vida que los distingue del resto de la población. Sus medios de vida no proceden tanto de propiedades como del manejo de información y de su inversión en educación.

Las nuevas élites ilustradas, a diferencia de antaño, no intentan imponer sus valores a las mayorías. Las élites han perdido la fe en los valores, mientras que las mayorías han perdido todo interés en la revolución. El fenómeno contemporáneo de las élites estudiado por Lasch es el de la insularización. Son ciudadanos del mundo sin noción de compromiso que pagan el encierro de sus enclaves. Esto, porque las ideologías políticas pierden contacto con las preocupaciones de los ciudadanos corrientes.

La nueva clase está formada por analistas simbólicos, aquellos que viven en un mundo de conceptos y símbolos abstractos, interpretación y despliegue de información simbólica. Las nuevas élites están integradas por los directivos de las corporaciones y los profesionales de la información. En contraparte, la vieja clase es la de los trabajadores de producción rutinaria, es decir, aquellos que realizan tareas repetitivas de poco control sobre la producción. Su poder se basa en su inteligencia y se debe a su propio esfuerzo, más que a la herencia. Se trata de una aristocracia del talento y no de la riqueza.

«Arrogantes e inseguras, las nuevas clases, especialmente las clases profesionales, consideran a las masas como una mezcla de desdén y aprensión». En un entorno caracterizado por la pérdida masiva de empleo, la reducción de la clase media y el consecuente crecimiento de la población pobre y la criminalidad, las élites pierden contacto con el pueblo. «Siempre ha habido una clase privilegiada, incluso en América, pero nunca ha estado tan peligrosamente aislada de su entorno» (p. 13) Se caracterizan por el cosmopolitismo. El patriotismo no es apreciado por ellos. De hecho, permanecer en la ciudad natal es con frecuencia impedimento para ascender socialmente. Hay que emigrar a megalópolis cosmopolitas.

De la erosión del ideal democrático

En la primera mitad del siglo XX se pensaba en que la democracia debería de basarse en una amplia distribución de la propiedad privada. Se concebía que la unidad básica de la sociedad democrática no era el individuo, sino la comunidad autogobernada. Lo que pone en cuestión el futuro de la democracia, en opinión de Lasch, es la decadencia de esas comunidades, depauperadas mientras las grandes ciudades exhiben lujos fuera del alcance de la mayoría. p. 17)

Sin embargo, la mayor amenaza para la democracia no procede tanto de la mala distribución de la riqueza como del abandono de las instituciones públicas, en las que los ciudadanos se encuentran como iguales, en un escenario en el que impera el mercado libre. Las clases privilegiadas se independizan de los servicios públicos.

«El curso de la historia ya no se dirige hacia la nivelación de las distinciones sociales, sino que corre hacia una sociedad de dos clases en las que los pocos favorecidos monopolizan el dinero, la educación y el poder.» (p. 34) A la vez, las cuestiones sustantivas no están en manos del público (de la mayoría), sino de expertos, de especialistas. De modo que actualmente la mayor parte de la gente no tiene incentivos para hacerse del conocimiento que le convertiría en ciudadanos competentes.

La meritocracia como circulación de la élite

La movilidad social ocurre a favor de la élite, en la medida en que recluta a los mejores de entre la no-élite, arrebatándoles sus talentos y privándole de sus liderazgos. La movilidad favorece a la élite gobernante en una sociedad estratificada, fortalece su jerarquía al proporcionarle nuevo talento, a la vez que se legitima, en lo que Pareto llamaría como circulación de la élite. Sólo cuando la estructura jerárquica se volvió inconfundible la oportunidad se identificó con el logro de posición superior.

Se identifica el bienestar no como la democratización de la inteligencia, sino con la oportunidad de ascender en la escala social. Las clases medias han sido marginadas de las escuelas más importantes, mientras se convierten en monopolio de las clases ricas, de modo que la educación se ha convertido en prerrogativa de los ricos, junto con un pequeño número de estudiantes seleccionados de entre las minorías.

Diversidad y minorías

Hay, entonces, una erosión del ideal democrático: ya no se pretende la igualdad de todos, sino el ascenso selectivo de individuos de la no-élite hacia la élite. Parte de esta erosión del ideal democrático consiste en el reconocimiento de todas las minorías no por sus logros sino por su sufrimiento, como si la prohibición de epítetos discriminatorios hiciera maravillas para elevar su moral.

«Nuestra preocupación por las palabras no ha hecho olvidar la dura realidad, que no puede suavizarse sencillamente halagando la autoimagen de las personas. ¿En qué beneficia a los habitantes del sur del Bronx que se establezcan ciertas limitaciones lingüísticas en las universidades de la élite?» (p. 16)

La diversidad legitima un nuevo dogmatismo en el que «las minorías rivales se escudan tras un conjunto de creencias intocables por la discusión racional». Mientras las élites se insularizan en sus zonas exclusivas, «cada grupo intenta atrincherarse en sus propios dogmas. Nos hemos convertido en una nación de minorías.» (p.23) Por tanto, se plantea un dilema respecto a la democracia, en tanto «la tolerancia se convierte en indiferencia y el pluralismo cultural degenera en un espectáculo estético en el que saboreamos las curiosas costumbres de nuestros vecinos con la fruición del entendido… Las cuestiones que parecen separarnos más allá de toda esperanza de acuerdo resultan ser cuestiones de estilo de vida». (p. 80)